Adolf
Eran tiempos de sangre y dolor. La Segunda Guerra
Mundial estaba en su punto más caliente.
EE. UU. supo muy a tiempo que Japón iba a atacar
Hawaii. Habían decodificado los mensajes nipones con la máquina Púrpura.
Amontonaron en Pearl Harbour algunos barcos chatarra y
se sentaron a esperar.
El “Tora Tora” que gritaban los pilotos kamikazes
japoneses al atacar les estaba dando la excusa perfecta para entrar en la
guerra.
Para EE. UU. más que una necesidad política era un
imperativo económico.
La industria norteamericana, convenientemente
reconvertida, viviría una explosión de producción y consumo.
Había un nuevo y gigantesco mercado.
Tanques en lugar de autos, balas en lugar de
viviendas, armas, uniformes, alimentos, todo.
En esa época se decía que EE. UU. estaba gobernada por
tres generales: General Eisenhower, General Electric y General Motors.
Si para lograr ese objetivo económico debían morir
miles de compatriotas, mala suerte.
Setenta años después, todo sigue igual.
El Presidente de EE UU es el hombre más poderoso del
mundo.
Puede hacer lo que quiera… siempre que quiera lo que
quieren los dueños de la plata.
La comprobación más patética de este principio
político-económico fue el impresentable George Bush, payasezca figura
decorativa que se entretenía jugando a ser presidente mientras Dick Cheney y
Donald Rumsfeld (vicepresidente y Ministro de Defensa) inventaban la guerra con
Irak para quedarse con el petróleo.
Ahora el mundo observa con sorpresa cómo otro bufón
con dinero es ungido candidato a presidente de EE UU por el partido republicano.
Los enigmas se multiplican.
Puede ganar Donald Trump?
Qué va a hacer si gana?
Qué margen de acción le darán los verdaderos dueños
del poder?
No tiene experiencia política ni estructura partidaria
propia; el partido republicano lo consagró, pero muchos esperan que se caiga
solito.
No tiene equipos. Su colaborador más cercano es su
peluquero.
Su visión de la geopolítica se reduce a la aritmética
empresaria basada en postulados bastante elementales: el pueblo americano sufre
porque los chinos lo hacen todo más barato.
Sobre ese principio tan simplista, desplegó un
discurso totalmente opuesto a los ideales más sagrados del partido republicano:
la libertad de mercado, la competencia, oportunidades para todos y el triunfo
de los mejores.
Eso era “El sueño americano”.
Ahora Trump dice que el sueño está muerto.
Cómo llegó a conquistar esta candidatura?
Enarbola un mensaje xenófobo, racista, sexista y
superficial.
Buena parte del pueblo americano pensante adhiere a él
solo porque no les gusta Hillary. No la creen capaz. Ven en ella, la
continuidad de lo que consideran debilidades de Obama.
La receta de Trump es tan primaria que resulta
fascinante para muchos.
“Hagamos América grande otra vez”, es su lema de
campaña.
Cerramos la economía a los chinos; expulsamos a los
musulmanes, deportamos a los mejicanos y todos felices.
Las culpas están afuera.
Es una tendencia natural y recurrente cargar las
culpas en el otro.
A mediados de los años 30, un delirante y extraviado
ex combatiente de la Primera Guerra Mundial comenzó con el mismo argumento de
males propios y culpas ajenas.
También prometió recuperar la grandeza perdida.
Conquistó a las angustiadas mayorías y le dieron
poder.
Cuando vieron lo que habían hecho ya era demasiado
tarde.
Se llamaba Adolf Hitler.Santiago Daniele
Periodista y abuelo.
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